>I been looking for something

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Si hay algo que es innegable, es que aparento menos años de los que tengo. Esto se hace evidente en algunos momentos de mi vida. Por ejemplo ayer, cuando bajando en el ascensor después de visitar a un cliente, se produce el encuentro con una mujer. Ella entra al ascensor. Viene del quinto piso, que parece ser una especie de local para servicios inmobiliarios. Me mira y nos decimos buenos días. Yo sonrío, porque siempre sonrío y ella interpreta el gesto como símbolo de «accesibilidad». Que loco que la gente ande por la vida interpretando los gestos que nos son innatos. Ella no me conoce y yo tampoco la conozco, pero de repente se produce la siguiente *conversación*.

Mujer desconocida: «¡Qué jovencita que sos!» (A los gritos y con una sonrisa de oreja a oreja) Mujer desconocida: «¡¿Cuántos años tenés?!».
Yo sonrío, un poquito nerviosa.
SiSi: «Eh… veinticinco…»
Mujer desconocida: «Ay, pero pareces muchos menos!»
SiSi: …
Mujer desconocida: «Bueno, los chicos crecen sin que uno se de cuenta…»
SiSi: …

Planta Baja, salgo a la calle Paraguay, escucho un bocinazo, respiró smog, listo… ya estoy a mis anchas. Por momentos he descubierto que mi edad ó aparente juventud, produce en la gente curiosidad o cierta incredulidad. Por ejemplo, la vez que me entrevistaron para mi trabajo anterior, y después de escuchar sobre mi paso por Letras, mi convivencia, etc… mi entrevistadora lo único que atinaba a decir era «¡Qué precoz!». En ese momento tenía veintitrés años, estaba desempleada y pensaba que sería todo lo precoz que quisiera si me daba ese bendito trabajo.

Generalmente no me importa demasiado lo joven que puedo parecer, pero en algunas circunstancias puede llegar a ser incómodo. Como cuando me corté el pelo y mi profesora de pilates me elogió el cambio, agregando «Pareces más grande… cuando te conocí te daba catorce, ahora te doy quince». Great!

Es el síndrome de Dorian Gray pero en femenino, y sin haber vendido nada a cambio (Dios sabe que lo único que podría vender serían carteras y zapatos)

Sin embargo, últimamente, me desvela más el tema de mi edad real y mi edad aparente. Quizás sea la influencia de Sandro, su cercanía, y lo que quizás provoquemos en la mirada ajena. Quince años nos separan y quince años no es nada ó, es un abismo. De pronto me encuentro haciendo calculos, y sintetizando en hechos la diferencia generacional. Pienso que yo nací en los ochenta era de las hombreras y el fijador, que conocí a mi mamá con permanente y rubia (obvio), y a mi tío con un afro de tamaño colosal. En cambio, él nació en los sesenta y creció escuchando La Joven Guardia y Sandro y los de fuego. Calculo que cuando yo estaba entrando en la primaria, él tenía más de veintidos años y ya estaba por casarse, que para cuando terminé el secundario, él ya había sido papá, ya había terminado una carrera, ya se había comprado una casa y había visitado al menos diez países. Yo por fin podía salir a bailar sin tener *toque de queda*, sacar la licencia de conducir e ingresar en una universidad. Eso, esto era independencia! Para él… bueno… era otra cosa.

Uno se adapta a todo, esa es la realidad. Es como ese dicho «de todo se sale». Uno le encuentra la vuelta a las cosas. Así fue que Sandro y yo, casi imperceptiblemente, nos acomodamos el uno al otro. Yo, con mas información encima y él después de un esforzado trabajo de campo sobre lo que es crecer en los noventa, y la distancia se acortó. Desde el principio era más bien, una distancia de códigos, y decodificaciones, que no nos complicaba el diálogo. Después de todo, la mayoría de mis amigos y conocidos son mayores que yo, y la diferencia de edad no me asusta.

No pensé en todo esto cuando ayer, por la noche, mientras circulábamos en su camioneta por Libertador, él recibió un llamado. Como siempre que suena el celular ajeno, me hago la desentendida. Hay algo medio incómodo en escuchar conversaciones ajenas, así que miro por la ventana (en este caso, del auto), juego con la radio ó busco algo en mi cartera. Trato de darle al otro algo de intimidad.

Así y todo, me tocó ser testigo de su conversación y lo vi convertido en otro. Ya no era el Sandro que es conmigo, era el Sandro que es con Nico. El Sandro papá preocupado por su hijo. Siempre supe que él tenía cuarenta y tenía hijos. Pero en ese momento me di cuenta de que él tiene cuarenta y que no tiene hijos, sino que es papá de una personita llamada Nicolás. La diferencia casi imperceptible, y yo percibiéndola en un instante. Charlaron un rato y él después cortó. El nene se había sentido mal, de la panza, lo extrañaba y quería saludarlo antes de irse a dormir. Después de un día de cadetear arriba de stilettos de 8 cm, inicie la retirada rápidamente casi dispuesta a bajarme en un semáforo en rojo, en plena avenida, para que el continuara con sus responsabilidades paternas. Bufanda al cuello cartera en mano y los dedos en la puerta, y él me miró suplicando con ojos de cordero degollado. Sólo un segundo, si lo esperaba, que pasaba a saludar y listo, que de paso le dejaba un regalito que tenía ahí en la guantera.

Uf… que tengo problemas para decir que no tampoco es una novedad (aunque mi lenguaje corporal ya había dicho que no en todos los idiomas posibles) y entonces dije, .

Nos estacionamos en frente de la casa. Sandro me da un beso en la mejilla y se baja apurado. Yo enciendo un cigarrillo mientras en la radio, suena una canción de Bryan Adams¿No se olvidó de algo? …Una canción viejísimaen la guantera… «I need somebody, somebody like you…» Cuando mis dedos ya pensaban atacar la guantera esperando que el transformer/power ranger/whatever no estuviera, golpean la ventanilla. Doy un salto. El cigarrillo casi se me desprende de la mano, y amenaza con quemar el clutch rosado que aún estoy pagando. Lo atajo y destrabo las puertas en un solo movimiento (Malabarismos aprendidos en la era Claudito, donde la voz de mi jefe solía sobresaltarme con un café en la mano ó aguardando un fax en el hall) Sandro abre la puerta del auto y saca de la guantera un regalo. Detrás de él esta Nico, con ojos de feliz cumpleaños. Recibe el regalo y lo abraza. Se abrazan.

Yo soy el testigo mudo. Debería dar vuelta la cara, desentenderme, seguir fumando, interrumpir la voz de Bryan Adam ó quizás ver en detalle las casitas de este barrio bien, pero no lo hago. Soy testigo. Punto. Después de unos segundos se separan y él le dice «la amiga de papá tiene nombre, se llama…», con palabras cargadas de intención, y dice mi nombre, muy despacio, casi letra por letra. Nicolás lo mira, se lo aprende, lo recuerda. Esta por irse a dormir y mi nombre unido a ese regalo sin motivo, quizás sea su último recuerdo del día. Es mi nombre. No el nombre en boca de S, ó de mi jefe, ó de una amiga, es en su boca un nombre casi ajeno, casi infantil, casi de cuento. Es otro nombre con Nico. Lo repite y me sonríe, una sonrisa hermosa. Yo me estiro con cigarrillo y todo por sobre el asiento del conductor, digo hola, y él me besa como si nos conociéramos de toda la vida, como si ahora que pudiera nombrarme, pudiera poseerme. Y ese beso pegote en mi cara, de algún caramelo que habrá comido a escondidas, ó de algún dulce, ó de infancia, de juegos, de necesidad de cariño me hace ver tantas cosas…

Cosas más allá de la apariencia, más allá de: él me lleva quince años y nos encontramos en la vida de casualidad, y quizás no tengamos nada en común y yo este buscando con todas mis fuerzas en el lugar equivocado. Más allá de eso, de lo que pienso yo con cinismo, de lo que quiero pensar, me veo a mi… quizás siendo otra en esta camioneta un jueves por la noche con un beso ajeno en la cara y el sabor a algo nuevo en la boca. A algo que no estaba en los planes de nadie.

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